lunes, 27 de septiembre de 2010

Exequias a Calima

Este ángel era muy peculiar, por momentos efímeros me abandonaba, momentos de felicidad.
Era un ángel que mientras en más penumbra me sumía, se materializaba en una bruma espesa que cubría mis pensamientos, que los nublaba.

Siempre estuvo allí, pues yo llevaba la niebla metida hasta los huesos. Durante las noches mis piernas parecían consumirse en esa soledad, pero no era total, pues mi querido ángel de bruma llegaba, no consolaba, no sobaba, no se acurrucaba, sólo se aparecía frente a mí y poco a poco me iba rodeando.

Era un ángel tan peculiar que hasta dudaba de su oficio, pues parecía más un mal augurio.
Con el tiempo, o más bien, con el dolor que me caló los huesos traté cada vez más de no sumirme en aquel desamparo; el logro me condujo a algo de lo que no me siento orgullosa pero tampoco me arrepiento.

Decidí enjabonarme con una felicidad que ardería en mis ojos mientras más algería sintiera, aquella bruma densa que me seguía como un mal sueño se iba deshaciendo, cada vez más frágil, que parecía quebrarse con el más mínimo y fugaz suspiro de felicidad.

Fue en un amanecer que lo advertí, pues esa bruma languidecía tanto que apenas podía reconocer al ángel de todas las noches.
Lo miré y sabía tan bien como él que ya no sentía el dolor en los huesos, que la penumbra no esclavizaba mis pensamientos.

Cada vez se hacía más delgada, pero no luchaba por mantenerse, por un instante desesperé a un grado de intentar infringirme dolor para que no se esfumara.

Pero ya no era necesario, no había razón para hacerlo, esa bruma había sucumbido ante la sonrisa que en mis labios se dibujaba.